Carne de mina

No hay hola.

Este fue uno de los dos relatos que mandé al V Certamen Walskium de microrrelato de terror y fantástico. Lo publico porque, como se ve, no quedó entre los elegidos.

Ilustración Y Certamen Walskium de MIcrorrelato de Terror y Fantástico
Ilustración Y Certamen Walskium de MIcrorrelato de Terror y Fantástico, a cargo de Iker Paz.

Este ‘Carne de mina’ no sé si catalogarlo de fantasía oscura o terror, o quizá de ciencia ficción oscura. Lo dejo a vuestra elección.

Pero si algo tengo claro eso es que el cuento está dedicado a todos esos trabajadores que día a día se juegan la vida por un jornal, y en especial a los mineros del carbón. Va por ellos.

No hay adiós.


El chorro negro impactó de lleno en la máscara de Jorge. El minero soltó el gatillo de la barrena e intentó zafarse, pero para entonces el sifón ya le había arrojado a tres brazas de distancia.

Entre una mezcolanza de aullidos humanos y mecánicos, las turbinas empezaron a soplar contra la pared.

—¡Fuga! ¡Una fuga!

—¡Rápido, saquémosle! —Li cogió a su amigo por los hombros. Logró alejarle del sifón, aunque para entonces el negrú ya se retorcía sobre la máscara filtradora.

—¡Aplicad tampón!

Un taponador corría hacia allí con el inyector entre las manos; a su espalda, el depósito enorme de fibrorresina.

El sistema de ventilación bramaba mientras generaba la atmósfera negativa. La presión de aire contra las paredes de la mina, junto al coagulante tampón, debería contener la filtración de protoplasma hambriento. El caos lo completaban los lamedores: recorrían la galería esquivando las piernas de los mineros y absorbiendo cualquier resto de negrú. La galería debería quedar limpia lo antes posible: la producción no podía cesar.

Li depositó a Jorge sobre un volquete medio lleno. Una vez al volante, puso rumbo hacia el elevador.

—No noté… nada —La máscara filtradora apagaba más aún la voz de Jorge—. Ni… menor señal…

—Calla.

Li observó los hilos de negrú. Fluían ávidos sobre el respirador. Sin dejar de conducir, enfocó su linterna sobre la unión entre la máscara y el mono. «Malditos recortes», pensó. «Necesitamos mejores equipos, con mejor estanqueidad». El negrú se acumulaba en la juntura. Li casi podía notar cómo empujaba para romper el sello.

—Tengo… calor.

—Ya pasará, amigo. En cuanto salgamos.

Jorge tosió. El esputo quedó retenido en la cánula del respirador.

—Intenta relajarte. Queda poco.

—Calor. Mucho…

Li apretó el acelerador, pero el volquete no podía ir más rápido. La luz de su sirena oscilaba —roja, amarilla, roja— sobre las paredes incendiándolas con un fuego fantasmal y agorero.

Decidió tomar un atajo: una galería antigua, casi exhausta. Allí apenas había barrenadores. Los pocos que encontraron desviaban la mirada ante la negrura gelatinosa adherida al cuerpo de Jorge.

Una señal indicó la proximidad del pozo.

—Queda poco. Aguanta. —Li volvió a enfocar con la linterna a su amigo. Tras las ventanas oculares de la máscara, Jorge pestañeó. Movía con lentitud unos ojos apagados, lánguidos.

«Maldita sea».

Llegaron al pozo. La jaula no estaba y el indicador de nivel llevaba meses roto. Cerca de ahí un compañero, linterna en mano, revisaba el contenido de una vagoneta.

—¿Donde está la grillera?

—Si no me equivoco, por el trescientos.

«Apenas cincuenta niveles por encima».

—Perfecto.

—Pero en ascendente, amigo.

Aquello anuló las esperanzas de Li. El elevador no volvería a descender hasta salir a superficie.

—Por todo lo… —Las palabras escaparon de sus labios crispados. Miró horrorizado a Jorge. El otro minero le imitó. Acercó su luz y estudió al yacente. Tras un instante de duda, incidió el haz justo sobre el visor.

—Está asimilado. Lo siento —Sonaba indiferente—. No le dejarán subir: ya es carne de mina.

Tragando saliva, Li admitió la verdad: el nigrú había atravesado el sello e invadía a Jorge. Sí, ahí estaba. Lo vio rodeando los ojos, adentrándose bajo los párpados. Devorando, diluyendo a su amigo.

—Calor… —musitó Jorge, débil.

—Tranquilo, amigo: pasará.

Pidió ayuda al otro minero. Juntos descorrieron la verja del pozo. Incluso dentro del mono notaron la corriente abrasadora que ascendía desde el fondo. En silencio, colocaron a Jorge al borde de la sima.

—Por favor, perdóname —imploró a su amigo—. Perdóname… y no regreses por mí.

Lo arrojaron a la oscuridad.

—Debo regresar —dijo Li, vacío—. Hay trabajo.