No hay hola.
Este microcuento tiene su origen en una conversación en Literautas. En concreto a partir del comentario 51. Se me ocurrió escribir un texto en el que un personaje dijera algo que, al parecer, en estos tiempos no se puede decir, so pena de acabar en la cárcel. O al menos esa es mi impresión. Y la da que también la de Strawberry, y la de Cassandra, y…
Pues bueno, yo lo he hecho, un personaje del cuento dice algo ‘malo’, e incluso argumenta ‘razones’ que él cree validas para hacer cosas malas.
Ahora a ver qué ocurre.
Ni que decir tiene que no coincido con la gente que cometió (ni comete ahora mismo) ese tipo de barbaridades. Pero considero que, por muy en contra que se esté de los actos o forma de pensar de un personaje, por muy reprobables que resulten, eso no le debe a uno impedir usarlo en ficción.
La versión inicial del relato, escrita a mediados de marzo, acabó con unas 720 palabras. La guardé un par de meses para ver si encajaba en uno de los talleres de Literautas. Pero eso no sucedió. Además, como ya me había quitado la espinita de poner algo políticamente incorrecto con el cuento de ‘seda y sombras’, decidí darle una reescritura a este ‘Yo puedo gritar igual que tú’ y publicarlo aquí.
Porque yo, y en general todos, podemos gritarlo. Que nadie nos quite la voz. Por lo menos a la hora de crear ficción.
Así que aquí va mi diminuto grano de arena a favor de la libertad de expresión, a la libertad creativa.
No hay adiós.
Carlos deseaba llegar al caserío y liberarse de aquella carga. Por ello, tras cerrar la puerta y dejar el zamarro en el perchero, caminó hasta el umbral de la sala y gritó:
—¡Gora E.T.A.!
Poder expresarse así, con esa libertad, le aliviaba. Ventaja de vivir en caserío como aquel, perdido en la montaña guipuzcoana.
En el exterior el sol empezaba a ganar la batalla contra las nubes. Su luz se derramaba en la sala a través de un amplio ventanal. Tejía un rombo deforme de claridad, parte sobre la mesa y parte en el suelo de losas desnudas. Fuera del charco de claridad reinaba una penumbra tibia, fantasmal. En la parte iluminada de la mesa alguien había extendido un paño blanco, que bajo la luz parecía poco menos que resplandecer. Dentro de él vio varias formas dispersas… y un par de manos masculinas. El resto del cuerpo del individuo quedaba sumido en tinieblas, irreconocible. Pese a ello, el tibio «¡Gora!» que contestó el hombre le dejó bien claro a Carlos de quién se trataba.
—Hola, Gorka —dijo tratando de ocultar su disgusto.
Carlos entró en la sala. Sus ojos se aclimataron a la falta de luz. Sólo entonces pudo apreciar lo que el enorme navarro hacía: en una esquina del pedazo de sábana vieja había un tarro de grasa y un pincel; el centro del trapo estaba ocupado por el tambor, el cañón y el cuerpo de su querido Lady Smith. Gorka engrasaba el revolver con esmero de amante satisfecho.
El navarro ni se molestó en levantar la cabeza de su tarea:
—Hola —dijo con voz átona.
Sin ganas de discutir, Carlos atravesó la sala de camino a las escaleras. Lo hizo a grandes zancadas, huraño. Una rápida serie de chasquidos, muy característicos, resonaron a sus espaldas: Gorka encajando las piezas del revolver. Carlos ya había subido el primer tramo de escaleras cuando oyó:
—¿Está hecho?
Carlos se detuvo, la mano sobre la barandilla, y se volvió. Desde el descansillo no podía ver la cara de Gorka; el techo decapitaba su figura. Aquella pregunta merecía una respuesta directa y cara a cara. Carlos se agachó y dijo:
—Claro. —Se percató de que el navarro también le buscaba con la mirada—. Lo he hecho. Me voy a dar un baño.
Gorka soltó una risilla.
—Tú siempre con tus remilgos…
Durante un instante Carlos estuvo tentado de enseñarle las manos, pero decidió no hacerlo. ¿Qué iba a mostrar? ¿Unas pocas salpicaduras rojas? Optó por ignorarle y seguir su camino, escaleras arriba.
La risa se tornó carcajada para acabar con una palabra espetada al vacío de la sala:
—Maqueto.
Carlos se detuvo en seco, se giró y descendió de nuevo hasta el descansillo. Una vez en él se acuclilló y clavó una mirada en el único ocupante de la sala.
—No te atreves a repetirme eso a la cara, soplapollas —dijo mientras apuntaba con su índice derecho a Gorka. Al hacerlo se dio cuenta de la similitud del gesto con otro que empezaba a hacérsele demasiado familiar. Parpadeó, apartando de la cabeza la imagen. Retiró la mano y la volvió a apoyar en el pasamano.
Abajo, el navarro no se había fijado de su momento de duda.
—Pues mira. Lo hago. ¡Maqueto!
Pese a la penumbra, sus ojos parecían arder.
Carlos notó como los dedos se le engarfiaban sobre la madera. Bajó un nuevo escalón.
—¿Te pasa algo conmigo, Gorka?
—Pues mira, sí. Maldito el día en el que Yoyes te introdujo. Jodido español.
—¿Español yo?
—Cojones, claro —Gorka se puso de pie. Su casi metro noventa imponía—. Si sólo hay que ver tu carné…
—Mira, mamón —dijo Carlos mientras descendía los últimos escalones y se abalanzaba hacia la mesa. Sus nudillos, blancos y perlados de pintas rojas, golpearon el nogal—. Que tenga madre palentina y padre de Salamanca no quita que haya nacido en Oria. He mamado Euskadi tanto como el que más, capullo.
—Qué vas a saber tú.
A los dos hombres sólo les separaba el ancho de la mesa. Aunque, viendo el odio en los ojos del navarro, parecía haber mucho más entre ellos.
Tras un instante de silencio, Carlos dijo:
—¿Te crees mejor que yo por haber conocido a Txillardegi?
—Ni le menciones. Pero sí. Él es un euskaldun, un referente. Si te conociera…
Carlos se apoyó sobre la mesa y se echó hacia delante, su torso oscilando sobre la mesa. Tenía el rostro congestionado de furia y en sus ojos destellaban de manera muy similar a los de Gorka. El navarro le sacaba casi una cabeza, pero Carlos no se iba a arredrar. En su lecho de algodón, el Smith&Wesson dormitaba indiferente.
—Si me conociera, ¿qué? —Carlos intentaba mantener el tono, no gritar—. Mira, yo me siento bien orgulloso de la madre que me parió. Y también del padre que se deslomó para sacarnos adelante. —Gorka hizo un mohín—. Palentina, salmantino. ¿Y qué? Los dos han sido corridos por los grises en Donosti. Mi padre se ganó una paliza de los picoletos por formar parte de los piquetes allá en Lasarte, en la Michelin.
El navarro no dijo nada. Se limitaba a abrir los ojos de manera desorbitada.
—Odiamos a Franco y a sus cachorros tanto como tú —prosiguió Carlos—. Y para ello no necesitamos jodidos apellidos euskaldunes. Deseo ver esta tierra libre de la mierda facha como el que más. —Su puño golpeó la mesa—. ¿Pones en duda mi compromiso? ¿En serio? ¿Hoy, que llego con las manos ensangrentadas? A ver si el maqueto eres tú, que te has criado más cerca de Logroño que de Iruña.
Gorka, pálido, se enderezó en toda su altura. La mano derecha se crispó en un puño descomunal. Pero no hizo más.
Como el navarro no estallaba, Carlos siguió atacando.
—Si todavía tienes deje maño, cojones. ¿Me acusas de español? Mira, yo puedo gritar «Gora Euskadi ta Askatasuna» igual que tú, soplapollas. O quizá con más fuerza. Y ahora déjame en paz, que quiero quitarme este olor a muerte.
Se alejó de regreso a las escaleras. Sólo pensaba en la bañera, en el agua caliente y deliciosa. En quedarse dormido en ella. Y quizá, o al menos eso esperaba, liberarse de aquel peso que desde que entró en activo se clavaba en sus hombros.
Gorka le vio alejarse. No dijo nada, limitándose a permanecer en silencio. Sólo al escuchar la puerta del baño empezó a relajarse. El enorme navarro emitió un gruñido grave y hosco. Cabeceó contrariado, respiró hondo y bajó la vista hacia la mesa. Tenía que seguir con sus tareas de limpieza. Pero para su sorpresa el paño estaba vació. Entonces, sólo entonces, se dio cuenta de que el Lady Smith estaba entre las manos.
Amartillado.